sábado, 21 de enero de 2012

Viaje a Praga

Si Mozart hubiera compuesto una sinfonía dedicada a Praga, probablemente se le habría acabado todo el repertorio de notas musicales antes de poderla terminar. Praga es como una sinfonía sin final, como un estruendo de tambores en medio de un adagio, como el sonar de unos violines al final de una obertura Wagneriana. 

Praga es una delicia para los oídos, porque a Praga, hay que escucharla.
Todo es grande en la pequeña Praga. Si tengo que empezar mi recorrido por un lugar, empiezo por la ciudad pequeña, por Mala Strana. Y recorro sus calles con la convicción de que jamás se ensuciaron, están recién construidas. Alegres, grandilocuentes, queriendo ganar espacio a la partitura del sonido. Me detengo a mitad de una calle, para entrar en la primera iglesia de las muchas que visitaré, las inevitables tiendas de recuerdos salpican las fachadas. Las marionetas parece que cobren vida cuando las miro, y el delicado cristal de Bohemia parece más frágil de lo que es.

Al final de la calle, el imponente Castillo de Praga me ofrece su visión. Alto y altivo, deslumbrante y majestuoso, monumental. Por algo es el castillo medieval más grande del mundo… Edificado en los albores del siglo IX, con la misión de proteger la ciudad, el castillo es como una ciudad, dentro de otra ciudad. Patios, calles pintorescas, edificios, palacios, conventos y Catedrales. Y gente, turistas, praguenses, policías, vendedores y compradores, estudiantes y niños corriendo por las plazas. Una ciudad dentro de otra ciudad. 

La gótica Catedral de San Vito, domina desde su emplazamiento todo el cauce del rio Moldava a su paso por la ciudad. 600 años para construirla, y 60 minutos para visitarla. 
La iglesia de San Jorge Sus vidrieras de brillantes colores, rosetones con escenas de la Biblia, capillas dedicadas a las santidades locales, y a las universales, tumbas reales y tumbas de plata para Santos de nombre impronunciable. La visito desde las alturas, desde los laterales, desde las capillas, desde las bancadas….y no me canso de contemplarla. Puedo tener la fe algo aletargada, pero todo me impone. Visito el resto del Castillo, sus pabellones, sus salas perfectamente restauradas donde parece que la vida siga desarrollándose como hace centenares de años. Y aprendo en la Cancillería Bohemia, las leyendas, las historias de revoluciones y de milagros, de ventanas y paisajes. Subo y bajo escaleras, pero no me pierdo, en este mosaico de historia. Y si lo hiciera, rogaría que no se me buscase en las mazmorras donde aún hay vestigios de los prisioneros de siglos anteriores.

Una calle peculiar, un callejón de oro, callejón de artesanos, de antiguos artesanos convertidos en modernos empresarios de todo tipo de arte. Los alquimistas de antaño han substituido el oro, por los euros de los turistas. Las casas contrastan en sencillez, con la opulencia de los edificios colindantes.

Llueve y aunque las vistas desde el castillo, son impresionantes, para encontrar la foto de postal, hay que caminar por las calles de Mala Strana, y alcanzar la cima de la Colina Petrin. La torre del mismo nombre, fiel calco de la torre emblemática de Paris, aunque cinco veces más pequeña, nos ofrece las mejores postales visuales de una pequeña gran ciudad. Desde las alturas, observo el cauce del rio Moldava, el más largo de la República, acariciando las dos orillas de la ciudad, y casi puedo sentir las sirenas de los barcos recorriendo sus aguas repletos de turistas, buscando la mejor imagen que llevarse de la ciudad. 

Una decena de puentes unen la ciudad, pero el prestigio de esa unión, es un puente construido hace más de 600 años. Hay un trasiego incesante de todo tipo de personajes, vendedores, dibujantes, algún charlatán y músicos. Música en Praga. Al abrigo de los grupos escultóricos del puente, que parece que estén actuando en una función sin final, siempre habrá un grupo de violines y guitarras adornando una puesta de sol, una mañana, una tarde, un momento…
El puente de Carlos, el emblema de la ciudad, une Mala Strana con la Ciudad Vieja, con Stare Mesto. Quisiera quedarme en el puente, viendo la vida pasar, sin embargo me adentro en las calles de la vieja ciudad, para contemplar que aún respiran el ambiente solemne y bohemio que inspiró a artistas, músicos, escritores y a fanáticos del viaje como yo. Praga, pequeña gran Praga. 
A través de la calle Karlova, llego a la Plaza de la Ciudad Vieja de Praga. Instantes antes, mis pies han recorrido las sombras que proyecta la torre de la Pólvora, y descubro que su aspecto exterior, oscurecido con el paso de los años, no le quita ni un gramo de brillantez ni de majestuosidad. Poco más de una docena de torres similares siguen aún en pie por la ciudad. Me sigo sorprendiendo. Las fachadas de las casas, parece que bailen a los acordes una sinfonía imaginaria, y los colores y grabados de sus paredes, son como unas notas de acuarela en un paisaje urbano sin fin.

Staromestska Namesti, el corazón de Praga. Intento detenerme en el centro de la plaza, y que mis ojos me vayan guiando por un perímetro imaginario. Edificios barrocos, casas renacentistas e iglesias, alrededor de una plaza inigualable. En cada esquina encuentro la foto del día, el detalle único de la ciudad, el reloj astronómico, convertido en espectáculo a cada hora. Apóstoles danzantes mientras la muerte va tocando su campana. Un reloj convertido en el lugar más fotografiado de toda la pequeña gran ciudad. Alzo la vista y veo cuatro horarios en uno solo. ¿Cuántas horas necesito saber?...Astral, centroeuropea, babilónica, o la antigua Checa….Tan solo deseo saber la hora de Praga, la hora de la sinfonía de sonidos…

Me siento en un bar a tomar una cerveza o dos o tres y comparto mesa con personajes anónimos, que me sonríen. Praga es una sonrisa anónima expresada con aliento de cerveza. Me llaman la atencion los típicos bollos dulces praguenses, los “Kolace”, hechos artesanalmente a la vista de todos. Las decenas de casetas de artesanía que llenan la abarrotada plaza, me ofrecen cientos de souvenirs para que me los lleve en la maleta. Observo la fachada principesca de la Iglesia de Tyn, la construcción gótica más impresionante de la ciudad y en cualquier momento creo que de sus torres, se asomará una princesa secuestrada por algún malvado villano. Antes de abandonar el centro de la ciudad, me detengo en la blanca fachada del Templo de San Nicolás. Respiro hondo para saborear esta imagen. Las cúpulas verdes de las torres, parecen indicarme que para subir al cielo, no hace falta volar.

Las limpias calles me van acercando hasta el barrio judío, varias sinagogas y el famoso cementerio el cual decido no visitar, por la carga emocional que va a suponer recordar ciertos episodios de la historia que mejor no hubieran sucedido, me dan una idea de lo importante de esta comunidad en la pequeña Praga. Los edificios del barrio Josefov, no desentonan en belleza y opulencia a los del resto de la ciudad, y las tiendas de las firmas de alta costura tienen su lugar en los bajos de cualquier edificio.

Decido seguir caminando a través de las callejuelas colindantes que me llevan a más plazas, a más fachadas inmaculadamente limpias, cafés de estética renacentista al lado de bares salpicados de modernidad, tiendas de marionetas que en su quietud parece que se muevan para mí.Y de nuevo me doy cuenta de que la mejor manera de descubrir Praga, es perderme por ella, por sus patios escondidos, por sus calles estrechas que desembocan inevitablemente en una gran avenida, por sus iglesias escondidas que rebosan arte, historia y música. En cada templo, cada noche, un concierto. Hay tantos por elegir.....Me decido por una deliciosa obra en La Casa Municipal y llenarme los oídos con la sinfonía angelical.

No queda mucho espacio en la calle donde un semáforo controla el paso,la curiosidad de tan estrecha calle, es proporcional a lo difícil de localizarla. Tan solo las decenas de turistas haciendo cola para cruzarla, nos podrá indicar donde se encuentra. 
Camino paralelo al río, deleitándome en las fachadas de los edificios, de las casas, de los hoteles, de los restaurantes. A mi izquierda arte, a mi derecha el cauce fluvial del cinturón de la ciudad. Algunos cisnes nadan por sus aguas; pequeñas embarcaciones de recreo flotan en el agua, y las que están detenidas en la orilla. Pequeña gran Praga, me enamoras. Me siento como una marioneta por tus calles, y como si quisiera bailar contigo, no llego al edificio de Ginger y Fred…el edificio que baila, aunque lo diviso desde lejos. Frank O. Gehry, hizo que un edificio bailase. ¿Por qué no podría yo bailar con toda Praga? En cualquier esquina suena una melodía, una sinfonía o una canción popular. Es inevitable que las obras maestras de los grandes compositores mes persigan educadamente por toda la capital

Mi recorrido por la ciudad, me lleva a la Plaza Venceslao. La estatua del caballero que preside la plaza, frente al Museo Nacional, se erige desafiante y protectora, vigilante, imperturbable. Cuanto más la observo, más pienso que en algún momento pueda cabalgar con su caballo de piedra, y arremeter contra todos los que quisieran romper la melodía de la ciudad. La ciudad nueva, tiene su guardián en San Venceslao. Estoy cansada, felizmente abrumada por todo lo que la pequeña gran Praga me ofrece. Descanso mis pasos en las inevitables tabernas turísticas donde la cerveza se ofrece sin pedir, y los cánticos de los turistas en mesas largas de madera, sustituyen cualquier conversación medianamente ininteligible.

Si Praga se me quedase pequeña, siempre podré alejarme un poco de ella y llegar a Karlovy Vary, el gran centro balneario bohemio, y descansar en cualquiera de los varios balnearios que inundan la ciudad. El agua ligeramente salada y caliente que brota libremente por sus fuentes, se convierte en un pequeño premio por todos los viandantes, que provistos de un típico souvenir en forma de tetera, van catando si el agua sabe igual en una fuente que en otra. Los enormes edificios, muchos de ellos de estilo art nouveau, rivalizan entre si en belleza. No sabré jamás si la tranquilidad de la ciudad, se debe a sus balnearios, o a la belleza de sus calles, regadas por el cauce del rio Teplá. 

Soy incapaz de destacar un edificio de otro, tanta belleza me abruma. Los aledaños de la iglesia, están siempre abarrotados de personas de ascendencia rusa, en una extraña peregrinación balnearia. Karlovy Vary, es la guinda de un pastel. Es el postre a un buen menú. Es la nota final a una gran sinfonía. Cada rincón, la nota de una partitura y con todos los rincones de Praga, escribo la más hermosa de las melodías. 
Mi pequeña gran Praga.